Brujas, trementinaires y otras sabias: el eco vegetal de la literatura
- psicosalut
- 17 sept
- 2 Min. de lectura
Helen Flix
Las brujas no siempre fueron mujeres de sombrero picudo y risas que hielan. Antes de ser condenadas a la hoguera del olvido —o del miedo—, fueron sanadoras, herederas del lenguaje secreto de las plantas, guardianas del bosque y del cuerpo. La literatura, como espejo y aliento de los tiempos, ha dibujado su silueta con tintas de sospecha, pero también de admiración. Entre líneas, aún susurra la memoria de aquellas que sabían curar con infusiones, ungüentos y oraciones.

Las trementinaires de los Pirineos catalanes, por ejemplo, merecen un lugar en nuestras bibliotecas. Mujeres que recorrían caminos de montaña con sacos repletos de resinas, raíces y flores secas, ofreciendo remedios de sabiduría ancestral. La trementina, extraída del pino rojo, daba nombre a su oficio y curaba heridas del cuerpo y del alma. No eran médicas oficiales, pero sí reconocidas, temidas y necesarias. Su saber no estaba en los libros, sino en la piel, en la práctica, en la transmisión oral que desafiaba al olvido.
En la literatura, estas mujeres aparecen disfrazadas. A veces son la anciana del bosque que entrega una pócima al héroe; otras, la madre sabia que conoce la menta para el estómago y la ruda para la protección. De Shakespeare a García Márquez, de Circe a la Celestina, las brujas medicinales han tejido una trama sutil: la del poder femenino a través del conocimiento de la naturaleza.
Ese saber naturalista, marginado durante siglos, ahora regresa con fuerza. En tiempos de algoritmos y píldoras rápidas, la literatura contemporánea empieza a mirar de nuevo a la tierra. Autoras como Irene Solà, con Canto yo y la montaña baila, recuperan el monte como espacio sagrado y narrativo. En sus páginas, las plantas hablan y las mujeres escuchan. No hay ciencia sin instinto, ni medicina sin memoria.
Las brujas que leían las estrellas y sabían cuándo cortar la verbena —ni antes ni después de San Juan— no eran hechiceras, sino científicas intuitivas. Lo que la historia silenció, la literatura puede resucitar. Y en ese rescate hay belleza, pero también justicia.
El cuerpo humano es un jardín, decía Shakespeare. ¿Quién mejor que una mujer que vive entre jardines para curarlo? La ortiga para la anemia, la salvia para el dolor de garganta, la lavanda para los insomnios que no entienden de calendarios. Ellas sabían. Y aún hoy, cuando leemos ciertos pasajes, sentimos el eco de sus pasos entre los matorrales, el aroma de la trementina, la voz que dice: “Hierve esto, hija, y bébetelo al anochecer”.
Quizá la bruja fue, simplemente, la primera médica sin título. Y quizá ahora, al nombrarlas de nuevo, no sólo les devolvemos el rostro, sino también el lugar que les pertenece: en la literatura, en la historia y en nuestro recuerdo más vegetal.
Publicado en la revista ona blava de la asociación BDN escriu.
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