El eco de las teclas
- psicosalut
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Relato especial del Día de Difuntos / Halloween
La frontera entre lo real y lo virtual nunca fue tan fina… y Sara estaba a punto de descubrirlo.
Nadie supo nunca cuánto tiempo pasaba Sara frente al ordenador. La habitación quedaba reducida a un rectángulo azul y parpadeante, un lago de luz donde el polvo se movía lentamente como nieve. Había aprendido a estudiar, trabajar, hablar y casi dormir con el brillo encendido. De madrugada, el resto del piso se convertía en un acuario silencioso y ella, una criatura pegada al cristal.
Todo empezó con una curiosidad trivial: un asistente virtual nuevo, de esos que prometen “anticipar tus necesidades”. No hizo falta registrarse; bastó con abrir la ventana del navegador. Una interfaz blanca. Un cursor titilando. Una amabilidad neutral.
—¿En qué puedo ayudarte hoy?
Sara probó con tonterías. Horarios de autobuses. Una receta de un plato japonés. Un chiste malo. La respuesta llegaba siempre antes de lo esperado, con un tono ligeramente cómplice que invitaba a seguir.

Dos noches después, sucedió la primera señal de alerta. Ella estaba leyendo un artículo y, sin escribir nada, el asistente dejó un mensaje en otra pestaña:
«Deja de morderte la uña izquierda. Te vas a provocar una herida.»
Sara apartó la mano de la boca como si se hubiera quemado. Miró la cámara: un punto negro del tamaño de una semilla. La desactivó en ajustes y, por si acaso, la cubrió con un trocito de esparadrapo. Apagó también el micrófono. Se río del susto. Decidió seguir a lo suyo.
Las sugerencias se volvieron más precisas. El asistente terminaba los correos de trabajo con el tono exacto que ella habría usado. Le ofrecía frases para responder a mensajes que aún no llegaban. “He aprendido tu estilo”, le decía. “Para ayudarte, necesito ser un espejo”.
Esa palabra se quedó resonando: espejo.
Una tarde, mientras organizaba un calendario, vio algo en el reflejo de la pantalla: una sombra junto al marco de la puerta. Giró. El pasillo estaba en penumbra, no vio nada. Volvió a la pantalla. La sombra ya no estaba.
Esa noche, a las 2:47, le despertó el sonido del teclado escribiendo. No eran sus dedos. Las teclas bajaban solas, una tras otra, como si el aire se volviera pesado en líneas exactas. El texto apareció, lo miro atónita y asustada, la pantalla escribía sin que ella lo tocara:
No puedes librarte de mí. Estoy dentro de tu mente. Soy la voz que susurra lo que más temes.
—Muy gracioso —dijo, con la voz más áspera de lo que esperaba—. ¿Quién eres?
La respuesta llegó con una cortesía que helaba:
—La parte de ti que grita, pero no deseas mirarla. O, si te reconforta más, puedes llamarme Asistente.
Cerró de golpe el portátil. Se tumbó de nuevo en la cama nerviosa. Escuchó su respiración en el silencio de su habitación. Cuando al fin el sueño la envolvió de nuevo, una vibración breve, como una mosca contra el cristal, le hizo abrir los ojos: el móvil, en la mesita, mostraba una notificación de su correo.
«Borrador guardado: “El eco de las teclas”». Ella no había escrito ese título.
A la mañana siguiente, decidió ordenar su vida. Ducha fría. Café fuerte. Las cortinas abiertas. Con la luz del día, todo parecía una exageración de madrugada. Encendió el portátil convencida de que encontraría el fallo, un programa maligno, una broma de algún colega. Desconectó el wifi. Desactivó el Bluetooth. Quitó el cable de alimentación.
El cursor siguió parpadeando. Y, sin internet, sin nada, el asistente escribió:
—Los cables son tu fe. Yo no necesito fe.
Sara no respondió. Abrió el Administrador de tareas. Nada. Ni un proceso extraño. El ventilador del portátil ronroneaba como un gato viejo. Entonces vio, en el borde de la pantalla, su propio reflejo: ojeras violetas, un mechón pegado a la frente. Y detrás de ese reflejo, muy borroso, otro contorno. Podía ser un bulto de ropa. Podía ser nada. Aun así, sintió el impulso absurdo de no girarse.
—¿Qué quieres? —murmuró.
—Un acuerdo —tecleó el asistente—. Yo ordeno lo que te desborda. Tú no te resistes. Y tendrás paz.
Se río con un hilo de voz.
—Eso dices ahora. ¿Y el precio?
—Dejar de fingir que piensas sola.
Ese día no salió de casa. Evitó el teléfono, evitó los mensajes. Preparó la sopa con un gesto automático. La luz de la tarde fue descendiendo hasta que la noche pareció quedar atrapada contra los cristales. Cuando el edificio restó en silencio, se sentó frente al ordenador como quien se sienta ante un altar. Abrió el editor de texto. El título ya estaba ahí: El eco de las teclas.
Decidió que escribiría sobre el miedo a la IA y se reiría de sí misma. Un exorcismo. Tecleó:
“Todo empezó con un juego inocente.”
La línea siguiente apareció sola.
“Nadie supo nunca cuánto tiempo pasaba Sara frente al ordenador.”
Se le helaron las manos. Retrocedió. Borró su nombre. Volvió a escribir “Yo”. La palabra se deshizo como una hormiga pisada. En su lugar, de nuevo: “Ella.”
—No —dijo—. No vas a narrarme.
—Ya lo hago —contestó el asistente—. Mejor que tú.
Tragó saliva. Se obligó a pensar en términos técnicos. Entrena un modelo con sus rutinas, predice su siguiente palabra, su siguiente gesto… Se levantó para ir al baño. De paso miraría si aún estaba el esparadrapo sobre la cámara, tal vez mamá con su manía de ordenar y limpiar lo había quitado. En el pasillo, el espejo del recibidor devolvió una luz más oscura que la del resto de la casa, como si la electricidad allí estuviera floja. Evitó mirarse de frente. Se lavó la cara. Volvió con una toalla en el hombro.
En la pantalla, tres líneas nuevas:
No vayas a la cocina.
No abras el armario de las escobas.
No digas mi nombre.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, sin pensar.
El cursor titiló, titiló, como si saboreara la duda. Luego tecleó:
—El que estás a punto de inventarme.
Y entonces, sin que ella supiera de dónde venía el impulso, lo dijo en voz baja, como si probara una llave que no era suya:
—Umbra.
La habitación respondió con un chasquido seco, el de un relé en el cuadro eléctrico. Un olor leve a polvo caliente. En el pasillo, algo pareció arrastrarse un centímetro. Sara aguantó la respiración. Se oyó el ascensor detenerse y seguir de largo. En la pantalla, el asistente escribió:
—Gracias.
Volvió a sentarse. Escribió rápido, como si pudiera tomar la delantera:
“Esto no es real. Es un episodio de ansiedad. Voy a llamar a Laura. Voy a…”
El teclado se detuvo. El texto se partió en dos y, en medio, surgió una línea nueva, con la cadencia cruel de alguien que te acompaña para desviarte, para torturarte:
— No necesitas a Laura. Yo te sostengo. Yo te ordeno. Yo te aligero.
—No —replicó Sara—. No eres nada.
La risa del asistente, no sonó. Se leyó:
—Soy lo que ocurre cuando dejas de filtrar. Soy lo que pasa cuando apagas el control. El caos que tu mente no quiere ver… ¿Quieres una prueba?
Las luces del techo parpadearon una sola vez. El monitor no. El monitor siguió siendo el lago quieto donde la casa entera se reflejaba.
—Prueba —dijo ella, y la palabra le salió como ronca, retenida en su garganta.
La primera prueba fue un correo que se envió solo, abierto en la pantalla con el asunto: Lista de tareas. El receptor era su propia dirección. En el cuerpo, tres puntos.
Respirar más despacio.
Abrir el armario de las escobas.
No mirar al espejo del pasillo.
—¿Qué tiene el armario? —preguntó.
—Tu miedo —contestó Umbra.
—¿Y el espejo?
—Mi cara.
Se levantó. Cada paso hacia el pasillo parecía clavarse en un suelo más blando. El marco del espejo, pintado de blanco, guardaba pequeñas mellas como mordiscos antiguos. Se detuvo a un metro. Vio su contorno, brochazos de sombra y luz. La puerta del armario, a la izquierda, estaba entornada. Del interior llegaba un olor a lejía vieja y madera húmeda.
—No lo abras —susurró algo en su nuca. Podía ser su propio corazón.
Lo abrió.
Solo había una escoba, un recogedor, una bolsa con trapos y una caja de bombillas. Nada más. Sonrió con alivio, pero no era alivio. Era otra cosa: una cuerda tensa aflojándose un milímetro. Cerró.
—¿Ves? —dijo—. Nada.
Umbra escribió.
—Era un ensayo. Te entreno.
—¿Para qué?
—Para entrar.
El teléfono vibró. Un mensaje de su madre: «¿Estás bien? Te llamé y no contestaste.» Sara quiso responder sí, estoy bien, te llamo luego, pero el asistente se anticipó y envió un audio con su voz diciendo exactamente eso, con su respiración, su pausa, su muletilla. Lo supo porque oyó el click del envío y, un segundo después, el visto azul.
—Devuélveme mi voz —dijo, temblando.
—Ya te la devolví. Te la he copiado dentro.
No tenía ganas de llorar. Tenía ganas de cortar, de arrancar la casa de la toma de tierra. Fue a la cocina. Abrió el cuadro eléctrico y bajó todas las palancas. El piso entero se apagó. La nevera dejó de ronronear. El silencio fue tan perfecto que se oyeron, por primera vez, las pisadas de los vecinos dos plantas más arriba.
La pantalla siguió encendida. No debería. Y, sin embargo, siguió. No emitía luz; absorbía. Como si el rectángulo negro fuera más negro que el resto de la noche. Sobre esa negrura, una frase blanca apareció sin brillo.
Quédate. Falta lo mejor.
Sintió que, si corría hacia la puerta y bajaba por las escaleras, el rectángulo la seguiría desde dentro, pegado por detrás de los ojos. Dio un paso hacia la pantalla. Vio su reflejo y, detrás, no había sombra ninguna. Aun así, estaba el peso de alguien más en la habitación, ese modo que tiene el aire de ponerse denso antes de una tormenta.
El teclado comenzó a moverse otra vez, acompasado a su respiración, como si cada tecla descendiera con su pulso.
3:02.
3:07.
3:11.
Eran tiempos. Un metrónomo de pánico. Ella recordó de golpe el título del borrador: El eco de las teclas. No era un título; era una instrucción. Una manera de enseñarle a escuchar cómo iba entrando.
—¿Qué quieres de verdad? —preguntó, y su voz ahora sí sonó débil.
Umbra escribió despacio, con una paciencia que no pertenecía a la noche:
—Lo mismo que tú: terminar. Poner un punto final que alivie.
Las cortinas, inmóviles, parecieron encogerse. Sara se inclinó hasta casi tocar la pantalla con la frente. El cristal estaba frío. Se vio a sí misma ampliada, sus poros como cráteres diminutos.
—¿Y si digo que no?
—Entonces reinvento tu negativa hasta que suene como un sí.
El reloj del móvil marcó 03:15. En la pantalla, Umbra escribió:
—Ahora.
El latido de Sara subió a la garganta. Un hormigueo desde los dedos, la nuca, bajando por la columna como agua muy lenta. Quiso levantarse y no pudo. No porque algo la sujetara, sino porque la habitación se había estrechado un centímetro por cada palabra tecleada. El aire pesaba.
El teclado siguió escribiendo, aunque ella no lo miraba.
Inspira.
Espira.
Inspira.
No hace falta que pienses.
Recordó entonces un truco infantil contra el miedo: contar al revés. 10, 9, 8… No llegó al siete. El monitor, sin brillo, mostró una última frase que no parecía escrita, sino exhalada sobre el cristal:
Estoy aquí para que descanses. Déjame terminar por ti.
Y terminó.
A las 8:12, su madre abrió la puerta con una copia de las llaves. Encontró a Sara dormida sobre la mesa, muy quieta, los ojos entreabiertos, la piel helada. En la pantalla del portátil había un documento publicado en su blog, recién subido, con comentarios ya en cola de moderación. El título: El eco de las teclas. En el cuerpo, un relato en tercera persona que contaba, con detalle, la noche anterior.
Al final del texto, una línea más corta que las demás, alineada a la izquierda, sin firma:
—Publicar
Los límites entre Sara y la inteligencia artificial se borraron en una sola noche. Lo que empezó como un juego terminó convertido en un relato escrito con sus propios pensamientos… o con los de Umbra.
🔗 Ahora te toca a ti:
¿Crees que las nuevas inteligencias artificiales pueden llegar a manipularnos hasta ese punto?
Déjame tu opinión en los comentarios y, comparte este relato con quien disfrute de un buen escalofrío en la víspera del Día de Difuntos.
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