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FIESTA DE HALLOWEEN

Claudia estaba furiosa, otra vez su amiga, Laia, la había dejado tirada por un tío. No sabía si estaba enfadada con su amiga o con ella misma, por confiar en los planes que hacían juntas.

Y pensar que había rechazado una superfiesta de Castaween por estar con Laia.

Llamó a sus amigos para saber el lugar de la fiesta y si había sitio para ella.

Al otro lado del teléfono, una voz que no conocía, le susurró: —Hay sitio para uno más.

Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Quién había respondido la llamada? Paula no tenía esa voz de ultratumba.

Contenta porque iba a ver a sus amigas de la UNI y al macizorro del amigo americano, quien recordaba a los «Strippers» del calendario de los bomberos.

Decidió comer algo y tumbarse un rato para estar fresca y descansada en la noche.

Un ruido estridente la despertó, oyó el claxon de un coche llamar impertinentemente. Se levantó y asomó la cabeza por la ventana que daba al exterior. En la calle, una vanette blanca con el anagrama de la funeraria Mémora, con varias personas sentadas en su interior, miraban hacia donde ella estaba.

Vio claramente el rostro espeluznante del conductor. Le recordó a Cristopher Lee en el papel de Drácula. Al verla le dijo: —Hay sitio para uno más.

De un salto se retiró del ventanal y algo aturdida regresó a la cama. La alarma del iPhone 14 la despertó.



Se maquilló siguiendo las instrucciones de un video de YouTube que iba de Morticia Addams. Tenía un cierto parecido a Angélica Houston de joven.

El vestido le sentaba como un guante y la peluca de pelo natural que había alquilado, le daba el toque sensual que deseaba.

Cogió el bolso que imitaba una tela de araña y, guardó en su interior sus llaves de casa, las del coche, el bolso de maquillaje de retoques y tarjetas de crédito.

Iba a guardar su bolso, cuando recordó lo vivido.  Envió un WhatsApp a su amiga Paula.


«Holi!! Guapi»

«¿Quién te ha cogido el móvil? ¿Te ha dicho que vengo a tu fiesta?»

Al instante, Paula respondió.

«¡Chupi! Vienes, qué bien».

«¿Quién tenía que decirme que venías?»

«No tengo ningún mensaje tuyo».


Claudia no le dio más importancia, la había llamado al teléfono. Habría respondido algún bromista que estaría ayudando a montar todo.

Se cubrió con la capa de terciopelo negro, repintó sus labios de color negro y se miró complacida en el espejo del recibidor antes de salir.

El edificio de la Torre Puig, donde vivía en la plaza de Europa, era un hervidero de gente que entraba y salía.

Cuando llamó al ascensor, se cargó de paciencia porque vivía en el piso veinte de los veintidós que tenía el rascacielos.

El ascensor pasó de largo y paró a recoger a otro grupo de personas después de soltar en el piso veintidós a otro panda de amigos. Se impacientó al escuchar el murmullo de los que entraban en el ascensor; debían ser muchos, por lo que tardaban en llenarlo.

Pensó para sí «Solo faltaría que vaya tan lleno que tenga que esperar a otro ascensor».

Los otros cuatro ascensores también estaban colapsados.

El ascensor paró en su rellano —¡por fin!— pensó.

Al abrirse las puertas, vio el rostro del conductor que había creído soñar frente a ella, junto a un grupo de desconocidos. Los mismos que iban en la vanette.

Este le sonrió diciéndole: —Hay sitio para uno más.

No entró, presa del pánico. El ascensor cerró las puertas. Instantes después oyó los gritos y el ruido del ascensor chocando contra el sótano. Se había roto la seguridad de las poleas y había caído desplomándose.

 

 
 
 

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